Siempre encontraras en la calle
un perro amarillo.
Siempre.
En las plazas públicas donde bullen
niños,
globos inflados con gas neón,
bicicletas que andan tras
todas las sombras,
bellas adolecentes
que posan su lengua
en algodones de azúcar.
Por entre todas estas piernas,
sombras,
el frescor mismo,
anda el perro amarillo.
En las calles de las ciudades
atiborradas de humo,
cochambre en las paredes,
camina el perro amarillo.
En las polvorientas calles
de un pueblo
olvidado por nuestra nación,
reposa el perro amarillo.
Con la vista fija en el horizonte,
con la lengua de fuera.
En los tiempos de aguacero
camina el Perro Amarillo
por la nación
cargado de pulgas,
garrapatas que asoman
por sus enrojecidos ojos,
sus oreas puntiagudas,
las pezuñas encallecidas.
Por el tiempo de calor
el perro amarillo
es otro sol
en nuestras calles
empobrecidas.
Las ramas de la jacaranda,
la bugambilia,
el limonero,
entristecen bajo la inagotable
luz de los calores.
Nuestra calle sufre.
La gente se resguarda
en las humildes casas.
El Perro Amarillo
busca refugio en la sombra
del gran pirú,
de hojas lanceoladas,
que crece sobre los enormes mantos fréaticos
que cuidan la vida eterna
de estos valles.
La misma calle de todos mis días.
En un extremo del tendejón
donde madre nos manda a comprar
los blanquillos para el almuerzo,
la cebolla,
los jitomates,
el cuarto de azúcar para el café,
todas las mañanas.
En el otro extremo de esta
iluminada calle
la cabaña
donde la mujer sin marido
palmea la masa de las tortillas.
La mujer que mueve
sus grandes senos
que envisten con trapío
la luz del sol,
mientras mis ojos de niño
van de las lenguas de fuego
a los expuestos pechos,
mientras puntual
nos observa
el blanco ojo
del comal
caliente.
La mujer golpea
con la palma de sus manos
la masa de las tortillas,
de vez en vez insulta,
corretea con sus ojos,
al perro famélico
que anda por la calle,
que le mira los pechos
con ojos de hombre.
El perro amarillo es el ojo del sol,
a media calle.
Nada lo mueve de su puesto de vigía.
Ni el volar de las moscas por sus
orejas. Ni el olor a pudrición que despide
su pelambre. Ni el calor, que hace al aire
insano.
Pendiente está del abrir y cerrar
de la puerta de nuestra casa.
A veces lo distrae el vuelo
de una paloma.
Sus fauces han probado ya
los huesos blandos del ave.
Sigue allí bajo el sol,
en medio de una polvareda
que se levanta en nuestra calle
sin pavimentar.
El perro amarillo habita
en ese remolino de polvo,
basura,
desperdicios
que las mujeres arrojan
a media calle.
El remolino donde reposa
el perro amarillo
es la casa del Diablo.
En las noches,
sabe la hora exacta
en que entra la hija mayor
a casa.
Perro Amarillo,
desde lejos,
en plena obscuridad,
donde nadie lo puede ver,
inhala el viento de sudor y mar
con que inundan nuestra calle
las piernas,
los pequeños calzones
humedecidos
de la hija mayor,
luego que ella
dejase partir a su enamorado.
Sabe bien,
Perro Amarillo,
la hora en que mi mujer sale a tirar la basura
que deja nuestra vida en casa.
El perro observa
cuando ella recibe en camisón
los dos litros de leche
de manos del cotidiano
lechero.
Observa a mi hijo,
también desde la obscuridad,
que espera se aleje de sus manos
el olor a mujer y a cigarro barato
que le impregnó la tarde
desde alguna oscura calle
del barrio.
Conoce el movimiento de mi casa
Perro Amarillo.
Sabe del caminar de mis vecinos,
en la noche.
La hora en que mi vecina se levanta
de la cama
para espantar los mosquitos que la
inquietan.
La vecina que en la madrugada bebe
un vaso de agua fría,
camina descalza sin cuidarse de bajar
las cortinas, cerrar las ventanas,
quitarse el camisón,
para agitar la prenda en sus manos,
capotear las embestidas
del toro caliente
de la noche.
A mediodía,
antes de la hora de comer,
Perro Amarillo enloquece
en las calles del barrio.
Desde las ventanas de todos los hogares,
palacetes,
enramadas,
tejados,
sale un alucinante olor a comida.
Es una pequeña venganza
de nuestras mujeres
que caro le cobran
a Perro Amarillo
saber a puntualidad
los movimientos
de sus vidas.
Alguna adolecente,
por lástima,
por amor,
por remordimientos,
pena,
dejará un plato de sobras de comida
en la puerta de su casa.
Perro Amarillo
desayuna,
come,
merienda y cena
en esa cazuela con olor rancio.
Perro Amarillo come sin protestar.
Conoce a la gente que habita el barrio.
Antes que baje el sol
nadie saldrá de su casa,
ninguno se enterará
de su miserable nutrición.
Entrada la tarde
sus ojos cobrarán vida.
Se mantiene al tanto
del movimiento
en azotes y calles,
de hombres y mujeres,
jóvenes y viejos,
niños,
que desparraman vida y gustos
en las casas y calles
del barrio.
Sabe bien esta perro amarillo
de la migración de las aves
que habitan el monte
que rodean al barrio.
Conoce el canto de los pájaros
de pecho rojo
que anuncian la suerte
de todo aquel
que los mira.
Escucha atento,
el perro amarillo,
ese ruido de alas
que hacen las palomas
antes de copular
en los aleros,
árboles,
quicios de ventanas
y azoteas.
Distingue el vuelo de cada ave
que pasa por el cielo,
al olfatear
la cagada que dejan
sobre las calles,
las tapias.
Perro amarillo
anticipa el vuelo de las palomas.
Las captura,
las devora,
y deja en el solar
un reguero de plumas
oscuras, ensangrentadas.
En primavera,
cuando el sol aprieta
nuestras carnes en las calles,
Perro Amarillo reposa
sobre frescas floras de jacarandá,
flamboyán.
Desde allí,
con la lengua de fuera,
capotea las ardientes temperaturas
mientras vigila nuestras vidas.
Abre la puerta de tu casa.
Siempre encontrarás en la calle
a un perro amarillo
de huérfano del tiempo.
Siempre un perro amarillo
a la puerta de nuestra casa.
Nadie sabe
quién lo trajo a nuestra calla,
pero cuando compramos esta casa
el perro amarillo
ya estaba ahí,
atento a nuestros horarios,
a nuestros pasos.
Mi andar y el de mi gente.